martes, 22 de octubre de 2013

¡Sorpresa!



Pasaban de las cuatro de la tarde, estaba en mi trabajo y sonó mi radio. Era mi papá. Me dijo que quería informarme algo, entonces me alarmé, y así como va me dijo: “me voy de la casa, tu madre y yo nos separamos”. Entre otras cosas que en ese momento encontré sin sentido, yo me quedé hundida en esa frase, me quedé estancada en medio de la oración. Él fue muy condescendiente y me dijo mil veces que nada cambiaría entre nosotros. Yo sólo lloraba, frente a mi compañera de oficina y amiga, preguntaba por qué una y otra vez y seguía llorando. Después de decirme que nos veríamos en unos días y que estuviera al pendiente de mi mamá, colgamos. El resto de la jornada estuve en shock, no tenía ni siquiera fuerzas para pedir permiso e irme. Sólo seguí respirando.
Era viernes y yo no hablé con mi madre, no quería llamarla, ¿qué le diría, qué le preguntaría?  ¿A qué padre se le ocurre informarles a sus hijos por teléfono que deja a su madre? Era una sensación extremadamente rara, no sabía cómo enfrentar, cómo buscarlos, qué decir. Era como haberme hecho partícipe de algo atándome las manos. Vaya, ahora comprendo que mis manos siempre han estado atadas, y no como una prohibición sino porque no era mi problema. Pero así lo sentía.
La noche del sábado mi mamá fue a mi casa porque ya teníamos una cita para pasar una velada juntas. No dije nada, actué rara, tensa, con miedo, y ella estaba igual. Ya cuando se levantó para despedirse me lo dijo: “tu papá se fue esta mañana de la casa… pero volverá, me pidió unos días para despejar su mente y tranquilizarse… está muy presionado por el trabajo y bueno…”, palabras más, palabras menos. De pronto me sentí como mamá platicando con su hija adolescente, con pocas experiencias, dolida por su primer corazón roto. Creo que ahí comenzó mi camino de traspiés y errores, pero ¿qué hacía? Mi madre justificaba a mi padre por haberse ido, jurando que volvería en unos días más. Ella ni siquiera lloraba, decía que no lo haría porque sabía que él iba a regresar. No sé de dónde me salieron las palabras “cuando un hombre dice que necesita un tiempo es porque no tiene los pantalones para decir que no volverá”. Fue el momento del quiebre definitivo de la delicada relación con mi padre.
Le pedí que no esperara mucho, que no se ilusionara mucho y que se ocupara en otras cosas, que no pensara demasiado. Ella estaba tranquila o, mejor dicho, intentaba aparentarlo. Yo cada vez sentía menos fuerzas y más confusión, formaba parte de la situación pero con dos versiones distintas y sin nada que pudiera hacer. Estaba en medio pero como en una isla, sin poder ir ni a un lado ni al otro.
Pasaba el tiempo viendo a mi madre a diario y hablando con mi padre cada dos o tres días. La cita para vernos jamás llegó, le insistía y me decía que estaba muy ocupado. Mi hermana, quien vivía con mi madre, comenzó a reaccionar también, a su manera, y le insistí muchas veces a mi padre para reunirnos los tres y hablar. Siempre me daba largas y finalmente mi hermana se fue, salió huyendo de todo y se aisló. Aun no lo sé, espero que su reacción haya sido más saludable que la mía.
Conforme mi padre se negaba a verme y distanciaba las llamadas, mi mente ya viciada comenzó a hacerse más conjeturas de las normales. Comencé a presionarlo para vernos, a llamarle de repente para encontrarlo en donde estuviera y nunca podía decírmelo. Comencé a buscar. Aquí viene la primera confesión de algo de lo que no me enorgullezco en absoluto: lo investigué desde las redes sociales hasta los registros de propiedades. Como dije en un post anterior, el que busca, encuentra. Y encontré.
Cuando supe que había toda una vida paralela a la que conocíamos, me encontré en la disyuntiva entre decirle a mi madre para que dejara de esperar o enfrentarlo a él para que dejara de mentirle. La finalidad era la misma, evitarle un segundo daño a ella. Si él ya se iba a ir, ¿por qué no le dijo sus verdaderas razones, por qué engañarla diciendo que volvería cuando no era su intención? Ya lo he dicho antes, la comunicación con mi padre no era muy estrecha y cualquier cuestionamiento de mi parte lo recibía de muy mala gana y jamás llegábamos a nada, así que me decidí por contarle todo a mamá.
No fue tan fácil como suena, me enfermé, me dio fiebre, diarrea, migraña, insomnio… ¿cómo decirle a mi madre que su marido, mi padre, tenía otra vida, y que mucha gente lo sabía menos ella? Era mi padre, estaría descubriendo a mi padre, ¡era mi padre! Pero yo sólo quería que ella dejara de esperar, yo sabía lo que era esperar algo que no llegaría, hacerse pedazos imaginando lo que jamás sucedería, justificar a alguien que te lastima sólo porque no quieres que se vaya. Era mi madre, lógicamente con más vivencias que yo, pero sentía que ella no había sufrido ese tipo de dolores jamás, y yo sabía muy bien lo que se sentía. Era infinitamente doloroso verla sentadita en el patio de su casa, perfumada, arreglada, todas las noches esperando a que él llegara. Pero él no regresaría, y se lo dije, pero esta vez con argumentos “reales”.
Con fiebre, con dolor de estómago y ojeras de tres días, la miré a los ojos: “mi papá no regresará”. “¿Por qué estás diciendo eso?” Le conté todo lo que sabía, su otra vida. Le rompí el mundo, como lo iba a hacer él tarde o temprano. Pero lo hice yo. No sé si fue malo o bueno, si de todas formas sufriría, si de cualquier manera lo sabría por él mismo o por cualquier otra persona. Pero fui yo quien se lo dijo, quien la hizo llorar como niña, quien la lastimó. Y al verla así, frágil, rota, me convertí en fiera y la adopté, autonombrándome su protectora ilimitada, como si yo no fuera a sentir nada. Me transformé en escudo y me llené de rasguños, y de todos modos no pude evitarle el sufrimiento.
La lastimé a ella diciéndole una verdad que no era mía, y lo lastimé a él al descubrirlo sin haberlo hablado primero. Y nada de eso era mi verdad. Me creí perfecta y lo acusé de todo aquello de lo que él siempre acusaba a los demás. Hice lo que tanto critiqué de él, porque yo tampoco era perfecta. No sé si hice mal, no me arrepiento de nada pero ahora soy capaz de ver lo malo de mis acciones, las alternativas que no vislumbré en esos momentos.
No me arrepiento de nada pero tal vez había otros caminos que no fui capaz de tomar.

martes, 15 de octubre de 2013

Intermedio



Desde que publiqué la última parte de los antecedentes he estado pensando mucho, divagando a veces, otras reflexionando o intentándolo al menos. He pensado en qué caso tiene escribir esto, en que estoy ventilando cosas muy íntimas no sólo mías sino de mi familia, aunque trato de no hablar sobre ellos sino sobre mí respecto a ellos, es muy difícil distinguir la línea. Luego recuerdo que mi primera idea fue escribir como retroalimentación personal, después para buscar nuevas respuestas, abrir nuevas puertas y encontrar paz en una segunda (o tercera o quinta) fase de mi propio proceso. Y finalmente, pensé que podría servirle a alguien porque cuando yo lo necesité, no encontré nada afín a mis vivencias. Como dije en un post anterior: la empatía es a veces más valiosa que la sabiduría.
Y así, sin estar muy segura del porqué lo hago, vuelvo a escribir y a publicar. Con lo poco que he hecho ya logré bastante y agradezco a quienes se han tomado el tiempo de leer y comentar porque han sido piedras en este proceso de reconstrucción.
Hace tres años escribí un cuentecillo en la clase de narrativa de un diplomado en creación literaria, fue publicado y salió de mi cuaderno, pero aquí sigue como piedra de Stonehenge, erigido como colosal recuerdo de aquel día. Lo comparto antes de continuar y después de contar los antecedentes porque es el parteaguas de mi vida, marca el día cero, el instante en que la deconstrucción comenzó a gestarse.

Deconstrucción
(o cuando no sólo los niños lloran)
Antes de colgar el teléfono ya no podía hablar, casi ni escuchar. Mi padre trataba de calmarme diciendo que era lo mejor, que pronto estaríamos bien y que mi bienestar era lo más importante de su vida. Y mientras lo decía, lo más importante de la mía se desintegraba. El concepto de familia. Mi concepto de familia. El concepto de mi familia. Junto a ella la lealtad, la honestidad, la solidaridad, la confianza, el amor, y en su lugar se levantaba, lúgubre, la traición. Un nuevo concepto de familia se convertía en la antítesis pura de mi existencia.
Todo empeoró cuando vi a mi madre tratando de aparentar una tranquilidad que no recobraría en mucho tiempo. En sus ojos quebrados de llanto seco se me fueron las preguntas, mudas, de lo que significaba una familia que de pronto se rompía en tres pedazos y yo y sólo yo me quedaba con ella. Sumando la ausencia de mi padre, de quien ese dolor por teléfono no era más que un estatequieto, a la de mi hermano, frío y lejano, la familia que yo tenía como base de toda mi existencia no existía más. Las palabras se revolcaban en mi cabeza: familia, incondicionalidad, lealtad, familia, cuatro, abandono, familia, furia, familia.
“Eres tú, eres única en mi vida, eres lo que yo anhelaba para darte el corazón”. Los Moon Lights comenzaron a escucharse como si una remota bocina se hubiera encendido de pronto. Era su canción y normalmente me recordaba a los dos bailando en una fiesta noventera, enamorados. Ahora sólo creaba una confusión insoportable en donde, como en el mundo de John Malkovich cuando se mete a su cabeza y mira a través de sus ojos y todos fuera de él son él mismo, ahora yo me convertía en el esposo ausente, en la esposa engañada, en el hijo indiferente. Pero a la otra hija, la que soy, no sabía afrontarla. La estructura familiar padre junto a madre soportando a los hijos, como una torre bien cimentada, pasaba a ser una columna débil sin cimientos en donde yo era esa columna y mi madre la gran trabe que yo debía sostener.
En la ingeniería hay una regla: las bases deben ser más fuertes que lo que soportan o todo se derrumbará. Mi tranquilidad mental se basaba en ese precepto por demás experimentado en mi vida, los cimientos fuertes que mis padres como matrimonio me habían colocado, me dejaban fraguar las columnas que yo quisiera sobre esa gran losa de cimentación. Ese día, sin embargo, la losa se quebró: No tenía el suficiente acero, el colado había sido pobre, pero los vicios ocultos eran lo más impresionante. Me convertí entonces en la deconstrucción andante. Ahora soy una columna rota que ya no sabe cuál es su papel.

lunes, 7 de octubre de 2013

Entrando en antecedentes (Parte 2 y última)


Antes de seguir con los antecedentes, creo necesario aclarar algo: Lo que he venido contando a partir de la entrada anterior y lo que vendrá en adelante tiene un seguimiento cronológico (salvo algunas excepciones que serán especificadas), tomando como punto de partida el día en que me enteré de que mis padres se separaban, lo cual sucedió hace poco más de tres años. La aclaración va por lo siguiente: Muchas de las ideas, conflictos y demás cosas que leerán es lo que estaba viviendo en esos momentos, sentimientos encontrados, actos que hoy me avergüenzan, ideas y caminos erróneos muchos de ellos, que con el paso del tiempo he logrado identificar. Por ejemplo, la principal pregunta que me torturaba “¿por qué se separan, qué pasó?”, era una dolorosa monserga de la que yo ansiaba respuesta, la necesitaba, pero no la obtuve, nunca estuve ni cerca de encontrarla ni lo he estado. Pero a diferencia de aquel tiempo, ahora he aprendido que no la necesito, que no es mía, que no me corresponde. Sin embargo creo importante contar esos episodios de angustia y de ira y el proceso de sanación porque, vaya, de eso se trata este blog, de que alguien más pueda descubrir que el sufrimiento es tan largo como uno lo decida.
No cuento todo esto para obtener complacencias ni lástimas, estoy contando mis experiencias, muchas de ellas ya superadas, otras aun en el proceso, para ofrecer algo de empatía a quien esté pasando por lo mismo que yo pasé y, en un afortunado caso, que mis experiencias sirvan de ejemplo de lo que se debería o no se debería hacer en base al criterio de cada quién. Queda en ustedes, lectores, juzgar o no mis acciones pero les pido que acompañen su juicio con una propuesta de solución, yo no estoy dictando verdades ni absolviendo culpas, quiero crear un registro de pros y contras de todas las acciones que, como parte de una familia que se desintegra, inevitablemente tomamos.
Ahora sí, continúo.
En ese momento comenzaba el infierno porque decidí tomar partido. No sé si fui consciente de hacerlo, pero las circunstancias me llevaron a tomarlo. Conforme pasaban los días, por un lado mi madre (al principio fuerte y con una seguridad de que todo se arreglaría en unos días) fue quebrándose poco a poco; por el otro mi padre (quien al principio respondía mis llamadas o me llamaba acongojado y triste) poco a poco dejaba de responderme y de llamarme, y evitaba (o así lo veía yo) reunirse conmigo para charlar. Por un lado, pues, mi padre se alejaba y por el otro mi madre se quebraba, ¿qué hacía yo? Pude haber seguido insistiendo en verlo y haberme limitado a visitar a mi madre todos los días, pero vale la pena mencionar que desde siempre fui muy apegada a ella y que, al verla herida, yo podía sentir la herida en mi propio pecho. Es algo difícil de explicar, pero si ella lloraba no era necesario que me explicara su dolor, yo lo sentía. Se formó entre nosotras (o seguramente yo formé) un lazo inexplicable y profundo, muy fuerte, y tomé para mí lo que era para ella, como si eso fuera a evitar que ella lo sintiera… yo no sabía que eso no servía de nada, pero no había ante mí ningún otro camino, no había nada más que pudiera hacer.
Con mi madre siempre existió un apego muy grande, ella era mi confidente, mi apoyo, mi amiga. No siempre fui sociable, en la pubertad era una niña muy solitaria pero ella siempre estaba conmigo y compartía mis ocurrencias. Mi padre también era mi amigo pero, más que eso, era mi maestro. De él aprendí casi todo lo que sé, él me enseñó a ser administrada, me enseñó a redactar, me enseñó el gusto por aprender. Cuando le preguntaba el significado de algo no me lo decía, sus palabras eran “trae el tumbaburros” y cuando llegaba con él, me hacía buscar la palabra clave de lo que quería saber, me pedía leer en voz alta y me hacía todas las preguntas pertinentes para llegar a la respuesta por mí misma. Mi madre por su lado me enseñaba sobre la solidaridad, el amor fraternal, el apoyo, la unión familiar, la dignidad personal, él por su parte me enseñaba cómo ser una persona exitosa en todos los sentidos. Los dos eran mis héroes.
Pero hubo un momento en que la relación con mi padre se fracturó. Tuvo que ver mi forma de pensar, basada en los principios que me habían enseñado pero inclinada hacia el feminismo (1). Me molestaba por ejemplo que mis novios tuvieran que pedir permiso para salir conmigo y que ante él fueran responsables de mí, cuando yo sabía cuidarme sola. Me había enseñado a usar herramientas pero le parecía inapropiado que yo las utilizara si había un hombre a mi lado para hacer esos “trabajos de hombres”. Nuestros choques de ideas fueron en aumento al dejar la adolescencia y comenzar a abrir mis horizontes mentales. Irónicamente a mi parecer, mi padre me había enseñado a ser independiente pero, cuando llegaba el momento de serlo, no me lo permitía. De pronto todo comenzó a parecerme sospechoso, empecé a dudar de la perfección de nuestras vidas. Lo observaba, lo escuchaba entre líneas, lo veía con curiosidad, como si siempre lo estuviera analizando, y lo hacía, y cada acto suyo fuera de su código de ética y moral me hacía quitarle una piedra más al pedestal que le había erigido desde pequeña. Yo no sabía que los padres son simples mortales, y finalmente lo tiré del pedestal y comencé a observarlo con un dejo de crítica moralista… mi base era “si tanto hablas de moral, ¿cuál es la tuya?”.
El acabose fue cuando, viviendo ya fuera de casa desde hacía varios años, finalmente le dije que yo, su hija la perfecta, era homosexual. Que no me casaría con un hombre ni tendría una hermosa familia con marido e hijos, que no me veía con nadie en el futuro pero que, si estaba equivocada, ese alguien sería una mujer. Me hizo muchas preguntas que traté de responder de la mejor manera posible porque entendía que, como mi padre, él intentaba con todas sus fuerzas comprenderme y aceptarme. Sus preguntas fueron obvias, ¿alguien te hizo así?, ¿alguien te lastimó de pequeña?, ¿has intentado estar con un hombre?, ¿podría ser pasajero?, y muchas más. Le respondí todas y cada una, aun las más íntimas, aún las que me sonrojaban, pues sabía el dolor que le estaba causando y quería tranquilizar su angustia y limpiar cualquier resquicio de culpa que él pudiera sentir.
A esta decepción para él debo sumarle que, así como yo siempre lo consideré perfecto, él también a mí, y no desaprovechaba oportunidades para decirme lo orgulloso que estaba de mí por ser una estudiante destacada, por ser brillante, después por ser una profesionista titulada con honores, después por haber conseguido un buen trabajo y ser una chica responsable, pero que él soñaba con que yo me convirtiera en una reconocida arquitecta, con un despacho propio, gente a mis servicios y proyectando y construyendo aquí y allá. Nunca he sido muy conocedora de lo que quiero pero sí de lo que no quiero, y en cuanto estuve segura de eso le hice saber con mucha emoción que yo no deseaba ser una reconocida arquitecta ni tener mi propio despacho ni gente a mis servicios, que no me gustaba proyectar y que la obra no era lo mío, sin embargo yo era una artista y que muy pronto vería mis obras literarias publicadas aquí y allá, mis exposiciones de artes plásticas en galerías y museos, y que si no podía mantenerme del arte, sería feliz teniendo un empleo que me diera lo suficiente para vivir y para crear. Y sé que eso a él le dolió muchísimo.
La fractura se creó mucho tiempo atrás, pero los dos fuimos rasgando cada vez más lo que había quedado sano. Nos fuimos alejando, las charlas desaparecieron, mis visitas a su casa se limitaban a pasar el tiempo con mi madre mientras él apenas me saludaba y de inmediato salía con cualquier pretexto, y no regresaba hasta que yo ya no estuviera ahí. Dejó de salir a comer conmigo en mis cumpleaños, de ir a mis exposiciones y presentaciones, y yo dejé de platicarle trivialidades, sólo me atrevía a contarle sobre cosas que él considerara importantes y así obtener un comentario estimulante de su parte.
Y poco a poco me fui convirtiendo en el esposo de mi madre, cubriendo el tiempo que él no estaba en casa, escuchando lo que ella tuviera que contar para que no se comiera sus historias sola, ayudándola en sus tareas, acompañándola a sus eventos. A veces llegaba en las tardes y la encontraba sola y triste, inútilmente tratando de aparentar alguna actividad y justificando que mi padre no estuviera. También había pasado por el dolor de saber que yo era homosexual y sufrió como nadie cuando me salí de su casa para vivir sola, pero fui testigo de sus esfuerzos sobrehumanos para comprenderme y aceptarme, lográndolo a costa de mucho sufrimiento. Me quedaba claro que su amor de madre no tenía límites, no conocía el orgullo ni las idealizaciones, que todo lo superaba, que todo lo perdonaba y que todo lo comprendía. Es obvio que siempre hubo mucho peso de este lado y era inevitable que me inclinara hacia ella.
Debo decir, sin embargo, que a mi padre no le di el beneficio de la duda y el error y que, cuando él me juzgó, yo lo juzgué, incluso desde antes, y rompí su imagen de superhéroe sin darle la oportunidad de mostrarse como un hombre, con ideas tan arraigadas que era mucho más difícil para él modificarlas, pero que pudimos haber hecho coincidir de haberlo intentado un poco más. Cuando lo intentamos más adelante, no fue posible. Cuando le pedí mostrarse como el hombre simple y mortal que era porque así quería conocerlo, él ya no lo permitió, y entiendo que se haya sentido muy lastimado por mi incansable búsqueda… yo quería conocer la verdad pero me obsesioné con su verdad. En algún momento nos perdimos y entonces yo me convertí en su sombra buscándole una doble vida. Y el que busca, encuentra.
Ahora que retomo estos episodios creo comprenderlo un poco más. Siempre sentí que la fractura entre nosotros fue de allá para acá, que él con su fachada de gran señor pero con su realidad de simple mortal no estaba a la altura de una relación genuina y honesta, pero nunca había caído en cuenta de que mis ideas tan dispares a las suyas también lo hicieron pensar eso de mí. Siempre creí que él era el que estaba mal y que él era quien debía aceptar mis ideas y mi forma de vida bajo el argumento de que yo no estaba engañando a nadie, que había sido honesta con ellos (mis padres) desde siempre, pero ahora creo comprender que él pudo haber pensado lo mismo de mí, yo no estuve a la altura de sus expectativas, y no es culpa de ninguno de los dos, no fue culpa de nadie. Los dos nos idealizamos y no pudimos superar el dolor de vernos como realmente somos.


1.       No se deben confundir mis ideas feministas con hembrismo, sobre todo considerando el panorama que expongo. El feminismo se refiere a la equidad, en donde no se trata de que la mujer sea más que el hombre sino de tomar, simplemente, su lugar natural, paralelo al hombre. Para mí era lo más normal del mundo hacer lo mismo que los hombres, no depender de ellos, no existía en mi cabeza superioridad de ningún género. Mi padre sin embargo siempre ha pensado que yo considero inferiores a los hombres y yo siempre he pensado que él los considera superiores. Es difícil encontrar una media entre estos pensamientos.