Me obsesioné, como suelo hacerlo desde que
tengo memoria con las cosas que más me hacen daño, como toda adicción. Dice un
meme muy facebookero “algunos fuman,
otros toman, otros se enamoran, cada quien se mata a su manera” y bueno, yo… yo
me hago adicta a los punzantes y dolorosos pinchazos del saber lo que no se
debería saber jamás.
Comencé a saber cosas de mi padre que no se
supone que debería descubrir de esa forma, me convertí en investigadora
profesional y saqué provecho de mis múltiples contactos en varios ámbitos
sociales, nunca había explotado tanto mis conocimientos hasta el grado de
arriesgarme a ampliarlos sin tener idea de los resultados. Una de las cosas más
obsesivas era entrar a una página especial creada para saber de él. Amanecía y
yo ya estaba en la página observando si escribía, si no escribía, si había
alguna foto, en fin… en cuanto tenía oportunidad volvía a entrar, de noche no
podía dormir si no entraba a stalkear.
Mi obsesión era tal que se volvió parte importante de mi vida cotidiana. Era una
ansiedad insoportable, una angustia aterradora, al grado de que mi mujer me
prohibió que entrara a la página, cosa que terminé haciendo a escondidas. Cuando
esto sucedió acepté que debía contárselo a mi terapeuta y trabajamos en ello.
Suena a comercial pero es real: en el ejercicio
expliqué mi situación de ansiedad y angustia y cómo quería llegar a sentirme,
cómo deseaba liberarme, cómo ansiaba no necesitar buscar, ya sabía demasiado. Salí
del ejercicio, bastante pesado por cierto, y tratando de pensar en otras cosas me
ocupé en hacer tareas, lavar ropa, hacer cena, y cuando caí en cuenta ya estaba
casi dormida, en la cama, sin haber encendido la computadora. El siguiente día
pasó normal: trabajo, comida, convivencia, tareas, cena, mascotas… llegó la
noche y yo no había abierto la página. Al tercer día tuve un rato de ocio y
pensé “es momento de entrar a revisar, habrá algo nuevo seguramente…” y, antes
de hacerlo sentí un enorme hastío y dije “no, ¡no!, qué flojera, mejor leeré
algún libro”. Y sí, así de esa forma tan inexplicable fui deshaciéndome de las
obsesiones más dañinas.
Esta liberación fue de las más disfrutables de
mi terapia, pero hay una muy consistente e infinitamente liberadora, cambiar el
sentimiento de odio hacia mi familia paterna por una indiferencia total.
Fue uno de los últimos temas que trabajé en la
terapia, dejándolo para después porque no lo consideraba prioritario. Al fin
llegamos a él y de nuevo repasé el sentimiento de traición, dolor, rechazo y
coraje hacia mi abuela, mis tías, tíos y hasta los primos, pues todos sabían de
la otra vida de mi padre y, aunque entendía que no era responsabilidad de ellos
decir la verdad, sí odiaba que cuando mi padre se fue ellos no hubieran tenido
ni la más mínima consideración para al menos hacer una llamada telefónica de
consuelo, de apoyo moral, unas palabras de aliento para decir “lo siento, él es
nuestra familia y lo apoyaremos siempre pero el tiempo que tú fuiste parte de
esta familia te quisimos…”, no sé, cualquier cosa. Yo esperaba que al menos mi
abuela, quien pasó por lo mismo y de quien mi madre fue paño de lágrimas,
buscara a mi mamá para confortarla, tal y como ella lo hizo cuando mi abuelo
actuó como mi padre lo estaba haciendo ahora. Pero nada. Entonces yo los
odiaba, que ni se me pararan enfrente. Todo eso lo describí en el ejercicio, y
después describí la forma en que confirmaría cuando hubiera superado ese dolor
y me encontraría en paz. Listo, salí de la sesión y continué mi vida normal.
Pasaron algunas semanas y un día sucedió, me
topé con una de sus hermanas y me saludó, muy feliz de la vida, como si nos
hubiéramos visto el día anterior. Me saludó y se fue, y yo no hice nada pero me
quedé con la sensación de que si no la enfrentaba en ese momento, nunca podría
liberarme, no era suficiente ignorarla. Así que cuando salió del lugar a donde
iba, yo seguía afuera y, armándome de valor y sin pensarlo demasiado, le
pregunté por qué no habían sido capaces, ni ella, ni sus hermanos ni su madre,
de haber buscado a mi madre para saber cómo estaba… palabras más, palabras
menos, me dio sus falsas razones, ilógicas y estúpidas, y ni siquiera me tomé
la molestia de meditarlas. Resumí mis sentimientos en un “no me interesa tu
respuesta, si te lo pregunté fue sólo porque tenía esta pregunta angustiándome
desde hace mucho tiempo, pero ha pasado tanto que de ustedes no me interesa
nada, ni a mi madre…”. Lo que me llamó la atención es que se fue muy molesta,
diciéndome que debía perdonar, que tanto rencor sólo me hacía daño y me
amargaría la existencia. Las mismas palabras que me dijo otra de sus hermanas
cuando me la topé, meses después, al pedirme que habláramos y me negué (ya
había dicho lo que necesitaba decir, no quería desgastarme en hacer preguntas inútiles
de las cuales ya no necesitaba respuesta). Al decirle a esta otra hermana que
no me interesaba ningún tipo de relación con ella ni con nadie de su familia,
se fue diciéndome que debía perdonar, que tanto rencor sólo me hacía daño y me
amargaría la existencia. Curiosamente fueron de nuevo las mismas palabras que
me dijo mi padre en la última comunicación que tuvimos, hace casi un año.
Y no entendieron y no me interesa explicarles,
que no tengo rencor ni odio hacia ellos, que mi vida no se ha amargado, que
pude rescatarme a tiempo y que el ignorarlos y cortar cualquier tipo de
contacto con ellos sólo me ha quitado un gran peso de encima. Ahora ellos no me
interesan, soy indiferente a ellos, no los necesito. No los odio, tan sólo no
los quiero. Y es muy gratificante sentirlo y aceptarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario